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Perú

3 de Abril de 2012.- Iniciar el periplo hacía la “ciudad” minera de la Rinconada, puede ser comparada solamente con las narraciones dantescas en el infierno o el purgatorio. Su ubicación a 230 kilómetros de la ciudad de Puno y por sobre los 4 mil metros de altura, no ha sido impedimento para que más de 27 mil personas vivan en esta zona en pesimas condiciones; aquí sobrevivir al frío y sobre todo al ambiente reinante es más que todo una habilidad.

El viaje inicia en la ciudad de Juliaca, desde allí pasando por la provincia de San Antonio de Putina y luego por un camino sinuoso y estrecho que conduce a la localidad minera, donde la informalidad es rutinaria.

A poco más de media hora de llegar a la Rinconada el camino se vuelve escarpado, desde ya se comienzan a ver los primeros rezagos de la actividad extractiva. El paisaje muestra enormes hoyos en la tierra, parecidos a los de un cañón natural, pero a diferencia que estos fueron creados por la acción directa del hombre.

Estas enormes piscinas albergan, cada una, líquidos muy distintos al agua. Sus colores así lo advierten. Son los relaves mineros, la mezcla de mercurio, zinc y cianuro, elementos usados por esta minería para poder extraer el oro.

La maquinaría pesada, volquetes y enormes tubos que recorren grandes distancias para verter estos relaves, se han convertido ya en parte del paisaje en la zona. Cada kilómetro recorrido con dificultad por el vehículo que transporta a decenas de personas, es como un viaje sin retorno.

A medida que se va llegando a La Rinconada, el clima va variando. El frío se hace más intenso, las nubes comienzan a abundar en el cielo y en pocos minutos una nevada cubre todo a su paso.

Allí, muy al fondo del camino, se observa el resplandor de las centenares de viviendas rústicas, acondicionadas por las personas que viven en este lugar. Viviendas hechas apenas de calamina y madera. 

Este centro poblado, perteneciente al distrito de Ananea en la provincia de Putina, es la clara muestra de la inacción y la ausencia del Estado. Tras llegar al poblado se comienza a observar a sus inquilinos.

Hombres provistos de mamelucos, cascos y otros aditamentos recorren las calles del poblado. Unos bajan, otro suben, ninguno se mantiene quieto, aquellos quienes tienen azueto, disfrutan por horas de los pocos atractivos que existe en la zona.

La gente en La Rinconada es desconfiada y tiene por qué. El “negocio” boyante del oro atrae consigo otros negocios también ilegales. Prostitución, explotación infantil, robos, delincuencia; la más tacita expresión de la ambición y la avaricia del hombre.

En La Rinconada no existe agua ni desague, sin embargo, existe una calle, donde existen más de medio centenar de locales nocturnos y bares. La música bulle en cada uno de ellos. Ver a varios mineros ataviados para la faena bebiendo a plena luz del día, una caja de cerveza, cuyo costo es de cien soles es un capricho que bien pueden darse estos hombres.

Junto a ellos, la mayoría de las veces, los acompaña una mujer, muchas veces una niña traída con engaños al lugar, sin saber que deberá satisfacer las más bajas pasiones de los hombres dedicados a la búsqueda del preciado metal.

Un fin de semana los miles de mineros tienen la oportunidad de disfrutar de su día libre, ejercitando el cuerpo. Aquí no existe ordenamiento urbano, nunca nadie pensó en eso, apenas unas calles asfaltadas, pero abundan las plataformas deportivas hechas con grass natural.

Construidas unas junto a otras, se han convertido en un negocio redondo, también para sus propietarios. La hora cuesta solamente 50 soles. Desde tempranas horas lucen repletas. La lluvia o la nevada no les impide a estos hombres jugar un partido de fulbito con pantalones cortos y una camiseta. En esta situación mantener el cuerpo caliente es una obligación.

En la zona alta del poblado abunda el comercio. No existe Policía, ni médicos, pero existe, eso si, comercios, varios, donde se ofrecen celulares, de todos los precios y todas las marcas. No existe un minero en este poblado que no tenga un celular adecuado a lo más nuevo de la tecnología. No hacerlo sería un pecado.

La basura es otro problema latente y preocupante. Al no existir un sistema de recojo de residuos, la misma población ha optado por colocar su basura en las afueras del poblado. Al ingresar a este se puede apreciar costales y bolsas de todos los colores cubriendo vastas extensiones de terreno.

El olor es insoportable. Aquí literalente la gente vive en sus propios desechos. Las condiciones sanitarias son alarmantes, pese a ello, nadie hace nada al respecto. La comida es cara, insipida y desagradable.

Llegada la noche el poblado sigue viviendo a un ritmo inusitado. Pocas viviendas tienen fluido eléctrico, los mineros deben encender las linternas de sus cascos para poder caminar en la fría noche de este lugar.

Las miradas al foráneo son más que elocuentes. Uno debe actuar con precaución, no decir mucho, ni preguntar tanto. Tomar una fotografía sin que alguien se acerque a preguntar por qué lo hace es inusual aquí.

Las mujeres que viven aquí con sus hijos lo hicieron para asumir el reto de vivir junto a un marido minero. Muchas de ellas también se dedican a la minería. Ellas son lo que aquí se denomina como “pallaqueras” mujeres que extraen oro de entre el desperdicio que dejaron sus esposos tras la búsqueda en los socavones.

Todo vale con tal de conseguir apenas unos miligramos de oro. Ellas muchas veces llevan sobre los hombros a sus hijos. Al crecer estos niños son inducidos sin querer por su padres en la actividad minera, un circulo vicioso del cual pocas veces se puede alejar (Los Andes).

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